«Este es el momento», y le dije a mi mente «Ésta es tu oportunidad. Saca todo lo que te hace sufrir. Enséñamelo todo. No ocultes nada». Entonces todos mis pensamientos y recuerdos tristes fueron levantando la mano, uno tras otro, y se pusieron en pie para identificarse. Al contemplar cada pensamiento, cada unidad de sufrimiento, asimilaba su existencia y (sin intentar resguardarme) soportaba la correspondiente congoja. Después decía a cada una de mis penas: «No pasa nada. Te quiero. Te acepto. Te acojo con el corazón. Se acabó». Y la pena me entraba (como un ser vivo) en el corazón (como si fuera una habitación). Entonces yo decía: «¿Siguiente?» y afloraba a la superficie el siguiente sufrimiento. Después de haberlo contemplado, experimentado y bendecido, lo invitaba a entrar en mi corazón también. Esto lo hice con todos los pensamientos tristes que había tenido en mi vida —viajando por años de recuerdos— hasta que no quedó ni uno.
A continuación le dije a
mi mente: «Ahora saca toda tu ira». Uno tras otro, todos los incidentes de mi
vida relacionados con la furia fueron aflorando y dándose a conocer. Cada
injusticia, cada traición, cada pérdida, cada indignación. Los fui viendo
todos, uno por uno, y asimilé su existencia. Padecía cada fragmento de ira
enteramente, como si estuviera sucediendo por primera vez, y decía: «Entra en
mi corazón. Al fin podrás descansar. Estarás a salvo. Se acabó. Te quiero». El
proceso duró horas, en las que yo me columpiaba entre los poderosos polos
opuestos de mis variados sentimientos. Tan pronto experimentaba una furia que
me hacía crujir los huesos como una frialdad absoluta mientras la ira me
entraba en el corazón como quien entra por una puerta, acurrucándose junto a
sus hermanos y abandonando la lucha.
La última parte era la
más difícil. «Saca toda tu vergüenza», pedí a mi mente. Y Santo Dios, qué
horrores vi. Un desfile patético en que estaban todos mis fallos, mis mentiras,
mi egoísmo, mis celos, mi arrogancia. Pero los contemplé sin pestañear.
«Muéstrame lo peor», dije. Y al invitar a las peores unidades de vergüenza a
entrar en mi corazón, se quedaron paradas en el umbral, diciendo: «No. A mí no
querrás invitarme a entrar. ¿Sabes lo que he hecho?». Y yo decía: «Sí que
quiero tenerte dentro. A pesar de todo sí que quiero. Hasta a ti te acojo en mi
corazón. No pasa nada. Te perdono. Formas parte de mí. Al fin podrás descansar.
Se acabó».
Al acabar, me quedé
vacía. Ya no tenía la mente en guerra. Me miré dentro del corazón y me asombró
lo grande que me pareció. Le quedaba mucho espacio para la bondad. Aún no
estaba lleno, aunque había cobijado y atendido a todos los calamitosos
golfillos de la tristeza, la ira y la vergüenza; sabía que mi corazón podía
haber recibido y perdonado aún más. Su amor era infinito.
Comprendí entonces que
así es como Dios nos ama y recibe a todos, y que en este universo no existe eso
que llamamos el infierno, salvo en la aterrorizada mente de cada uno de
nosotros. Porque, si un ser humano deshecho y limitado es capaz de experimentar
semejante episodio de total perdón y aceptación de sí mismo, pensemos
—¡intentemos imaginar!— la enormidad de cosas que Dios, en su eterna compasión,
perdona y acepta.
Pero también sabía, intuía, que ese remanso de
paz era temporal. Sabía que la labor no estaba terminada del todo, que mi
furia, mi tristeza y mi vergüenza volverían a hacer acto de presencia, huyendo
de mi corazón y volviendo a instalarse en mi cabeza. Sabía que volvería a
enfrentarme a esos pensamientos, una y otra vez, hasta que lenta y
decididamente cambiase mi vida entera. Iba a ser una labor ardua y agotadora.
Pero en la silenciosa penumbra de aquella playa mi corazón le dijo a mi mente:
«Te quiero. Jamás te abandonaré. Siempre cuidaré de ti».
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