martes, 11 de septiembre de 2007

HUND


- ¡Grrr, grrr, grrrrr!
- ¡Vamos Max, tu padre está cansado!

Bertha Y su hijo Max se retiraban del patio, él con las manos terregosas, y ella con un semblante triste, desencajado, que conservaba desde hacía dos años, cuando su esposo llegó a los filosos 41. Las cosas habían cambiado, tomando un rumbo tan extraño que ni la inocencia de Max ni el amor de esta noble mujer lograban entender: cómo Pedro había perdido esa rectitud y templanza que le caracterizaban.

Terminaba el martes, y con él la tortura de la evocación: mirar hacia adentro y reconstruir cómo aquel hombre perfecto, aquel padre ideal, se habían quedado en alguna parte del pasado. Al llegar a casa, Bertha continuó con la rutina, esa rutina más cercana al ritual que al sacrificio, tan suya: lavarse las manos, vigilar que Max lo hiciera también, preparar y servir la cena, dar gracias a Dios por los alimentos y comer: así lo hubiera preferido Pedro.

- ¡Pedro, te extraño tanto!, prometiste no dejarme sola nunca, ver crecer a nuestro hijo, viajar a Paris cuando cumpliéramos 25 años de casados… ¿cómo pudiste?, ¡no cumpliste tu promesa!, ¡tu siempre cumplías tus promesas!, decías “un hombre cabal cumple lo que promete, aunque sea necesario morir por ello”.

Y a la par de ese pensamiento ella recordaba la sesión del día: tuvo que reconstruir por primera vez todo lo que había sucedido desde hace dos años. Al principio las visitas con el Doctor Roemer eran un martirio, Bertha no acostumbraba hablar con otro hombre que no fuera o su padre o su esposo, debía ser así; los colores se le subían al rostro, se sentía absolutamente incómoda; pero tuvo que acostumbrarse. Hoy en día es el único adulto con el que habla, los demás se alejaron.

Fue un día difícil, la sesión duró más de dos horas. Había que hablar de Pedro; lo conocía tan bien y desde hacía tanto tiempo que hablar de él era como hablar de si misma.

-¿Cómo era su esposo en la infancia?

- Era un niño hermoso, educado, cortés, amable. Vivía con sus padres en Guanajuato y asistió desde preescolar hasta preparatoria a una escuela religiosa solo para varones. Era excelente jugando al ajedrez, y no había nada que le molestara más que las mentiras. No tenía muchos amigos, era un niño callado, tímido, pero a los dos que tenía los cuidaba mucho…ellos fueron padrinos en nuestra boda ¡fue hermoso! Pero hubo algo difícil; cuando tenía diez años pasó algo que lo marcaría de manera triste. Fue un domingo, cuando iba de paseo con sus amigos a la Presa de la Olla –es que le gustaba mucho remar- iban corriendo los tres, en una competencia para no convertirse en huevo podrido, cuando de pronto salió en el camino un pastor alemán que le mordió la mejilla izquierda.

- ¿Y entonces?

- Además de que se suspendió el día de campo, no podía verse al espejo. No era una cuestión de estética; más bien era que prefería no ver para no asociar la imagen con el recuerdo. Afortunadamente era lampiño, así que no tenía que usar el espejo ni para afeitarse; si requería arreglarse algo, como la camisa o el saco, lo hacía yo misma.

- ¡Claro!, ¿y entonces?

- Pues su vida continuó parcialmente normal. Dejamos de ser vecinos cuando él terminó la preparatoria, pues vino aquí a estudiar para ser Contador –él siempre tan ordenado en todo, tan pulcro…todo tenía que estar en orden, apegado a la norma, sin excepciones- terminó su carrera con mención honorífica, y eso es algo que lo hacía sentirse muy orgulloso. Nos veíamos durante las vacaciones, paseábamos por la plaza, y me dejaba fuera de mi casa a las 8:30 p.m. hasta que formalizamos nuestro compromiso: él tenía 25 años y yo 20.

- ¿Había cambiado algo o cómo era él?

- Creo que no, él continuaba siendo muy recto, educado. Tenía grandes metas en su trabajo, y las cumplió una a una. Recuerdo que desde que terminó la licenciatura me decía que no pararía hasta trabajar en PriceWaterhouse. Nos casamos cuando él tenía 30 y yo 25. Él lo decidió así porque deseaba comprar una casa, nada de alquileres para nosotros y los hijos que vendrían. Pero solo pude tener a Max; las cosas se complicaron el parto y perdí la matriz. Refugiamos en él nuestro amor y educación, cada uno a nuestra manera.

- ¿Cuándo empezó a notar cambios entonces?

- La noche anterior a su cumpleaños número 41 nos dormimos un poco más tarde de lo normal (a las 10:30 p.m.) porque aún no terminaba de organizar algunos papeles, y como yo era su secretaría (porque estudié secretariado en Guanajuato) necesitaba que todo estuviera en orden para entregar el reporte de mes. Al día siguiente se despertó tarde –muy raro en él- y se fue sin desayunar. Durante la cena me platicó que tuvo un sueño muy extraño: estaba cerca de la Presa de la Olla, de pronto salía detrás de él una jauría, entonces comenzaba a correr muy rápido, apoyando brazos y piernas en la tierra ¡como un perro! Y ladraba porque veía que alguien atacaba a Max. Por cierto, olvidé comentarle que desde que fue mordido teme demasiado a los perros, y aunque nuestro hijo le había rogado hasta el cansancio que le comprara uno, él no accedió nunca; en lugar de ello le regaló un gato, al que por cierto solo Pedro quería, llamado Tobías.

- ¿Por qué no querían al gato?

- A mi me dan asco; además de eso, era muy huraño, solo dejaba que lo tocara Pedro, ni Max se le acercaba porque el maldito gato se largaba por días, y luego venían a la casa gatas preñadas a tener a sus críos ¡qué barbaridad! El asunto es que después de ese sueño, a Pedro le entró una manía muy extraña: ponía su mano izquierda sobre el plato de la comida, no a lado, ¡sobre! como si alguien fuera a quitárselo, cosa que no hacía antes; nunca le dije nada, a veces se enfadaba y podía retirarse de la mesa sin haber terminado, y no tenía yo el corazón para no dejarlo terminar los alimentos ¡trabajaba muy duro todos los días!

- ¿Sólo cambió eso?

Y entonces vinieron las lágrimas en silencio, esa pena que sólo podía desahogar una vez por semana con otra persona, porque los seis días restantes el dolor se quedaba en el rincón de los rezos que tiene en su habitación.

- ¡No, que va!, ese solo fue el comienzo! Cuando comía era muy propio él, con su servilleta y todo eso, pero un día de pronto decidió dejar de usarlos y comer con las manos de manera tan apresurada, que su lugar en el comedor quedaba como… como…no se como, pero parecía que ahí había comido un animal. Y le insisto, no le decía nada para que no dejara de comer, pero me asustaba mucho su conducta, y me preocupaba que Max fuera a repetir lo que veía.

- ¿Y se tornaba violento?

- No siempre, solo cuando alguien se acercaba demasiado a su plato, ¡ahí si que ardía Troya!, porque empezaba a gruñir de manera muy rara, y hacía una mirada que jamás había visto en él, ni en sus peores enojos. Pero eso si, nunca, a pesar de los gruñidos, nos atacó de ninguna forma. A veces cuando Pedro sentía que perdía el control se metía al baño y se mojaba la cara; después regresaba como si nada.

- ¿Pasó algo más?

- ¡Muchas cosas más! (y después de dos años que no sucedía se repitió aquella sensación de mil colores en el rostro y un bochorno insoportable que hacía que Bertha bajara la mirada como si alguien la juzgara desde lo alto por haber cometido un grave pecado). Desde que nos casamos, Pedro había sido muy tradicional en todo –y al decir todo me refiero a eso, ¡todo!- una hora específica, un día específico, un modo específico para cada cosa. No era un hombre de muchos deseos carnales, y cuando teníamos intimidad, lo hacía siempre de la misma manera: él arriba y yo abajo; así durante 11 años. Pero una noche, ni siquiera recuerdo hace cuánto fue, me pidió algo muy extraño, que por un momento me hizo sentir como una cualquiera. No podía creer que Pedro me hiciera eso, pensé tantas cosas mientras me lo pedía; él no estaba borracho –ni siquiera bebía- pero me lo dijo, al oído, como si fuera un secreto, una confesión: ¡date la vuelta e híncate!

Y me empujó, poniendo su mano derecha en mi vientre. Jadeaba como un loco, y me dijo que yo lo hiciera también. Creí que Max se despertaría porque pensé que hacíamos demasiado ruido. Comenzó a mordisquearme…como decirlo…la espalda baja…

- ¿Los glúteos?
- Si, esos, luego las piernas, los brazos, para después lamerme toda, me sentía como una mujer de la calle. Ese no era mi esposo, no se quien era, pero mi Pedro no.

- ¿Ahí se detuvo todo?

- Pues no volvió a pedirlo, pero noches después de lo sucedido se repitió ese sueño en donde él ladraba. Al despertar del sueño, se sentó en su lado de la cama y empezó a llorar, en silencio, solo se escuchaba un chillido. Al darme la vuelta, vi que se lamía. No se si sentía miedo, asco, dolor, compasión, pero solo se me ocurrió abrazarlo…empezó a frotar su cabeza contra mi hombro, una y otra vez, como acariciándome con ella.

Bertha cambió de posición el diván, ya no estaba recostada, sino sentada como en posición fetal, abrazando sus recuerdos, y junto con ellos sus blancas y tersas rodillas.

¿Por qué decidió traerlo?

Después de ese día, su conducta cambió aun más hacia nosotros y hacía la gente. Cuando llegaba alguna visita o vendedor a la puerta, salía corriendo y les gritaba. Como imitando un ladrido. Cada mañana su espalda se encorvaba más; en vez de bañarse se lamía el cuerpo, y cuando Max llegaba de la escuela, lo esperaba en la puerta religiosamente. A nosotros nos lamía las manos o la cara si nos descuidábamos, ya no dormía en la cama conmigo, sino al pie sobre un tapete que su madre tejió antes de morir. Se mojaba la nariz a cada momento, y Tobías ya no se acercaba a él porque si no resultaba mordido de un costado o de las orejas.

Ya no hablaba, dejó de ir al trabajo, no quería usar ropa; su pasatiempo era lamerse en el rincón de su estudio, dormir y corretear a Tobías, ese infeliz animal que gracias a Dios no regresó. No podía dejar la puerta abierta porque se escapaba, y regresaba a casa lleno de heridas; recuerdo que un día lo bañé y vestí porque había un festival en la escuela de mi hijo, pero cual sería mi sorpresa al abrir la puerta y verlo correr tras el camión de la basura deshaciéndose la ropa que le había puesto. Regresó al día siguiente con la mano torcida.

No sabía qué hacer ni cómo explicarle a Max que ya tenía al perro que quería, pero que había perdido a su padre; ni siquiera sabía como tratarlo ¡era mi esposo!, ¡yo no quería casarme con una mascota! ¡En realidad ni siquiera deseaba una a la que tuviera que limpiarle todos los premios que me dejara en el patio o en mis geranios! Así fue como llegué aquí, sola, desesperada…

Han pasado seis días, y se repetirá hoy por la tarde el martirio de la semana

-¡grrrr, grrr, grrr!

- ¡Pedro, tranquilo, es su esposa!

-grrr, grrr, grrr

- ¡Papi, traje tu tapete preferido! ¡Ven, atrápala!

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